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COLUMPIO 3.0 (REVISIONANDO)
Posted agosto 23, 2009
on:Hay cosas que escribimos y a las que tenemos un cariño especial. En un afán revisionista, cuelgo aquí este relato que escribí una tarde de lluvia y oscuridad en Glasgow cuando todo estaba por comenzar. Cuando quería ser guionista pero aún no lo era. Cuando la idea de hacer un corto y que lo seleccionaran como finalista para un certamen (vaaale, solo era el de Videominuto de la Universidad de Zaragoza, pero una está muy contenta) me parecía irreal. Cuando el hecho de solicitar una subvención para realizar otro corto y que me la dieran formaba parte de un futuro muy lejano que apenas me atrevía a imaginar. Cuando yo todavía no era yo, pero había algo en mí que me decía que tenía que salir. Cuando pensaba que el poco talento que siempre he tenido me había abandonado, pero en realidad estaba hivernando, esperando mi llamada de socorro. Cuando soñaba despierta con parecerme algún día a la persona en la que me estoy convirtiendo. Cuando intuía la desesperación, la alegría del cambio y el miedo, el maldito miedo. Cuando no sabía que una persona, muy importante para mí en esos momentos, me abandonaría por el camino por ser incapaz de entenderme, de querer adaptar su ritmo al mío. En definitiva, en la puta antesala del cambio.
Por mi cabeza rondaban ideas que me susurraron la historia que en breve pegaré aquí abajo. The Time Traveller’s Wife, S.P.N.B. de Iván Ferreiro, Corazón de Tiza de Radio Futura, Bordón, mi obsesión con la infancia y un niño con el que soñé recurrentemente y cuya cabeza se convertía en helicóptero las noches de luna llena. Leyéndolo ahora, el relato me parece torpe, de prosa tosca, cambiaría la puntuación, muchas frases… Quizá algún día lo haga, pero en estos momentos me sirve como recordatorio de una etapa en la que pensé que estaba bién y a la que, aunque ahora la rememore con ternura, jamás volvería. Recuerdo que al acabarlo, mi yo de entonces pensó «sé que lo puedo hacer mejor». Solo espero no haberla defraudado y hacer que se sienta muy orgullosa algún día.
COLUMPIO
Mi cuerpo se desintegra y llego a aquella tarde cuando ya estaba anocheciendo. No estoy desnudo pero sí soy transparente. Me golpea el calor, el ruido de los grillos que empiezan a anunciar la noche que llega.
Dejo la pelota en el suelo frío de la entrada. El cemento pulido no parece mármol, pero resbala igual. Las manos me huelen a polvo y saben a suciedad, me las lavo con el último chorro de agua tibia del día. ¡Qué rico el pan con tomate cuando se hace con hogaza de pueblo! Y este jamón, hacía tiempo que no comía uno tan bueno. Me limpio la boca con la servilleta, todavía me sabe a melón. Las manos están pringosas y me las lavo otra vez.
De vuelta a la calle, mi pelota bota en el empedrado y regateo contra el viento de camino a tu casa. Dos gritos, tres, al final se oye el grito de tu madre llamándote. Te asomas a la ventana, ya bajas. El cielo se ha hecho oscuro y está cubierto de estrellas. Oigo el eco metálico de tus pasos acercándose por las escaleras. Aquí estás tú, apartando los flecos de la cortina de macarrones de plástico; con tu vestido de flores y tus bambas blancas, iluminada por la luz que sale de la ventana de los vecinos y con los grillos de fondo.
Yo con una mano en el bolsillo y con la pelota en la otra, tú tienes los brazos cruzados y me miras. ¿Qué quieres hacer? Vamos al bar, a comprar un chupa-chups. Nos compramos dos chupa-chups, el año pasado costaban un duro menos. Son de esos que pintan la lengua, son de fresa; llevan sidral y chicle dentro pero hasta el chicle aún queda un buen rato, le acabamos de quitar el papel.
Ese vestido de flores no te iba por encima de la rodilla el verano pasado, me fijo mientras cruzamos el frontón hacia los columpios de detrás de la iglesia. Sí, tú ya me sacas un palmo, pero yo sigo siendo el que mejor tira los chutes. Te reto y tú te pones en la portería sin red, con las piernas abiertas y flexionadas, manos sobre las rodillas. Paras la pelota de un salto, con las dos manos, y me miras con aire triunfal. Sé que te escuecen las palmas aunque no digas nada.
Llegamos a la entrada del mirador y pasamos por debajo de una farola infestada de polillas. A partir de este punto la única luz es la de las estrellas. Todos los años se me olvida que cuesta un rato hasta que los ojos se acostumbran a esa oscuridad. Nos quedamos quietos durante cinco segundos, sabemos que el camino hacia los columpios está flanqueado por el balancín a la derecha y por el desagüe a la izquierda. Unos centímetros de más en cualquier dirección significan una caída segura y justo cuando estamos convencidos de que nuestros mapas mentales nos van a fallar, las formas del tobogán y del muro de piedra comienzan a dibujarse a lo lejos. Cada vez que pasa esto, es magia. Nos empezamos a reír y corremos hacia los columpios. Yo llego antes, pero te dejo el de la izquierda porque sé que es tu favorito.
El primer minuto nunca decimos nada. Nos entretenemos dándonos impulso con las piernas, primero estiradas hacia delante y luego dobladas para que los pies no toquen el suelo. Dos impulsos más tarde el suelo ya no es más que un recuerdo, escuchamos el chirrido metálico de las cadenas. El asiento de hierro se está calentando, pero ya no importa porque hemos creado viento con nuestro sube y baja, adelante y atrás. El columpio ya tiene potencia suficiente para volar por si solo, así que me concentro en sorber la saliva acumulada con sabor a chupa-chups. Tú también estás más tranquila, ha llegado el momento de ponerse de pie.
Nuestros columpios van al revés, cuando mi cuerpo está casi frente a las estrellas, el tuyo está mirando el suelo polvoriento. Cada vez que nos encontramos en el punto paralelo al suelo, nos miramos y sonreímos con el chupa-chups en la boca. En una de estas se me ocurre enseñarte una de las miles de cosas que he aprendido durante el año. Mira, mira. Y ya no sé si estás mirando porque he pegado un salto y estoy agarrado a la barra con las dos manos. El columpio sigue su recorrido, un poco más inestable porque ya no estoy montado en él. Te oigo hacer un ruido de sorpresa, me alegro de haberte impresionado.
Me he concentrado tanto en el salto que no he oído el golpe seco. Un calambre me sube desde los tobillos y estoy agachado para que el columpio no me dé en la cabeza. La giro y te veo ahí, tumbada sobre el polvo, ahora los dos columpios se mueven prácticamente igualados. No me doy cuenta de que aún tienes los ojos abiertos hasta que me acerco a ti de rodillas. Se te ha quedado cara de susto. Me hacen falta tres segundos y tres repeticiones de tu nombre sin respuesta para darme cuenta de lo que ha pasado. Dejo olvidado el balón junto al balancín y salgo corriendo. Los columpios chirrían y se balancean en la oscuridad del mirador.